Querido
Antonio,
Ya hace unos
meses que te fuiste. Nosotros aquí abajo acabamos de pasar las fiestas de navidad. El
comienzo del nuevo año hace que uno recapitule lo que pueda, que no es mucho,
no sé si por deseo expreso de no mirar atrás o más bien por
incapacidad de hacerlo.
En ese
proceso me he preguntado mucho (dada esa querencia que tenemos los humanos a
darle sentido a todo) sobre cierta actitud típicamente tuya. La detecté al poco
tiempo de conocerte, evento que ocurrió (no sé si te acordarás; yo sí) en un
ascensor parado en un cuarto piso, cuando llevabas al pequeño Nico a la
guardería y yo, recién llegado a la vecindad, todavía me planteaba dónde llevar
a Álvaro. Se abrió la puerta del ascensor y ahí se sembraron dos semillas: La primera,
la de la amistad de quienes entonces eran dos bebés (relación que continúa
firme ahora que ya son dos hombrecitos) y la de quienes eran ya dos hombrecitos
(con la mente simple de dos niños, he de decir), que no continúa en persona
porque el destino decidió llevarte.
Desde ese
momento pasó muy poco hasta que me franquearas la entrada a tu casa y me
abrieras la puerta de tu nevera. Esta segunda apertura le sonará, a cualquiera
que tenga cierta edad y cierto sentido de la vida, mucho más trascendental que
la primera. A muchos se les abre la puerta de casa, e incluso se les deja pasar
adentro. Pero abrirle la nevera a alguien, amigo, ahí sí hay una auténtica
declaración de intenciones. De la velocidad de salida de cervezas de esa nevera
abierta hablaré en otro momento: ahora me centro en la actitud de la que
hablaba al principio. Ahí vamos:
Te bebías la
cerveza como te bebías la vida. A grandes sorbos, riendo, empujando, inventando
cosas, diciendo tonterías y provocando que quien estuviera contigo se riera y
las dijera también. Álvaro y Nico con treinta y tantos, padres con la alegría
de niños. Siempre una risa, siempre un guiño. Y así todo. A la hora de acabar
la celebración, siempre el último, siempre pidiendo un poco más, rogando con la
sonrisa en la boca un ratito más de gozo, pidiendo seguir compartiendo el
momento otro cuarto de hora. Así en Madrid, en Asturias, en la montaña (“¿cómo nos vamos a ir tan temprano, con lo
bien que lo estamos pasando?”). En la piscina era siempre un “ya sé que es de noche y que el agua está ya
fría, pero ¡quedémonos un rato más¡”. En las salidas nocturnas, siempre
más, siempre un poco más. En las conversaciones trascendentales siempre una pregunta más, otra idea arrancada a la noche, al calor de un
último gintonic, una duda sobre el
futuro…
Mucho antes
de que todo se fuera al traste, en el proverbial repaso de los presentes a los
amigos que estaban aún por llegar al lugar de reunión, se sacaba siempre el tema de tu incapacidad para el
agotamiento, incapacidad que, todo hay que decirlo, a veces salía de la
capacidad de agotar al resto. Lo que se llama un alto nivel de exigencia a la
vida, a los amigos, a la felicidad, al tiempo. Esa era la actitud a la que me
refería antes, la de arrancarle a la vida las alegrías y el tiempo para
recordar. Un interés permanente por hacer acopio de buenas experiencias, de
acumular alegría y momentos perdurables. Como si no hubiera un mañana, como si
el mundo se fuese a acabar enseguida.
Y se acabó
pronto, es verdad.
La querencia
a darle sentido a todo (ilusión vana) me hace pensar que tu tiempo estaba
fijado ya de alguna manera incomprensible para nosotros. Y, por algún mecanismo
aún más incomprensible, tú lo sabías. Por eso te poseía el impulso de vivir, el
empuje de no parar de generar y acumular buenos momentos con avidez. Como el
niño que ve que se acerca la hora de poner fin a su fiesta de cumpleaños y
devora la tarta más rápido, ofreciendo más a sus pequeños invitados.
Y, entre
esos invitados, alguno se sorprendía ante tanta energía y tanto interés por
agotar ese ratito (al menos quien ahora escribe esto). Mañana seguimos, mañana
podemos seguir, podemos reír mañana…
Es mentira:
mañana igual estamos muertos, o enfermos, o hemos cambiado tanto que no somos
capaces de generar felicidad ni de sentirla. Hoy hay que decir a quienes
queremos que les queremos. Hoy hay que abrazar a los amigos que nos quieren.
Hoy hay que llamarles: no luego, ahora. Hoy hay que sentar a los niños delante
nuestra y mirarles seriamente a los ojos para decirles que los queremos, uno
por uno y hablando despacito, que se enteren bien, porque mañana a lo mejor
esos niños ya no quieren oírlo. Mañana a lo mejor los amigos lo son menos,
porque la vida es así, y cada uno lleva una existencia compleja en su mundo
particular.
Quiero
pensar, para evitar una tristeza infinita, que la cosa es aproximadamente así,
que viviste con intensidad porque el tiempo estaba tasado, y era escaso. Y
quiero pensar también que la intensidad sea contagiosa, y que la alegría de
vivir el tiempo que nos quede se pueda enseñar y se pueda aprender. También
quiero esperar que tu marcha, por lo menos, nos sirva a todos como referencia
del tiempo, como recordatorio de que no somos nada si no vivimos y hacemos
vivir, y como espejo donde mirarnos cuando tengamos momentos tristes, tediosos,
en los que nos parezca que nada tiene sentido.
Epicuro
decía: “¿Por qué ocuparme de la muerte?
Cuando yo estoy, ella no está. Cuando ella está, yo no estoy”. Un tipo
listo, sin duda.
Tú fuiste
siempre del equipo de Epicuro. Sabías que la forma de morir bien es haber
vivido bien, y te encargaste de preparar bien el equipaje. Tú ya no estás, pero no hay manera de que nos
quitemos de encima la imagen de tu sonrisa.
Te mando un
abrazo donde quiera que estés, amigo mío.