Monday, February 09, 2009

Lo que pasa y lo que nos cuentan

El pasado domingo estuvo en casa una persona con gran conocimiento de temas económicos. No me refiero al típico plasta que colecciona titulares a modo de balas y dispara en cuanto encuentra un blanco fácil, no. Me refiero a alguien con conocimiento "desde dentro" del sistema, economista, profesor universitario y ex-alto cargo en el Ministerio de Economía.

La cosa es (me centro en el tema y me dejo de descripciones misteriosas) que esta persona vivió en primera fila la quincena maldita, aquélla en la que la americana AIG tuvo que ser salvada por el gobierno de Bush, Lehman Brothers se hundió y parecía que se iba a acabar el mundo, qué barbaridad.

¿Exageración? Eso pensaba yo cuando las televisiones nos daban las malas nuevas, cuando todo era miedo y consignas tipo "prepárense para lo peor". En efecto, despues de varios días, las cosas se recolocaron algo más y quedó todo como el comienzo de una crisis sin precedentes en la economía de Occidente...

Pero no. La cosa fue mucho peor de lo que nos contaron. Nuestro secreto personaje, de nombre Mirma (nombre tan ficticio como absurdo, para qué engañarnos) nos contó ayer que en Bruselas hubo aquellos días un movimiento inusitado, y con razón; con muchísima razón.

Los ministros de economía de la UE mostraban semblantes muy preocupados, y las conferencias en tiempo real con los Estados Unidos se sucedían: se quiso actuar de manera coordinada, lo cual, si tenemos en cuenta que los yankees sólo entran en ese mode cuando la cosa está muy, muy complica, da idea de lo que rugía debajo.

Se acordó, por ejemplo, no hacer llegar a público conocimiento los temores (más que fundados, a tenor de los números que manejaban los ministros y presidentes) que presidían aquellas teleconferencias y las reuniones posteriores a ambos lados del Atlántico; no informar a los europeos ni a los americanos de que los bancos centrales estaban registrando una avalancha de peticiones de respaldo de entidades financieras; no contar nada sobre los cientos y miles de ciudadanos que acudieron a esos bancos centrales para interesarse por la posibilidad de cambiar sus billetes por oro (sí, sí, hacer efectivo el antiguo compromiso contenido en los billetes de curso legal por el que el banco emisor entregaría al portador el equivalente en oro de la cantidad nominal del billetito) y otras cosas tan aparentemente atrabiliarias como bien fundadas.

No se quiso decir (no se dijo, de hecho) que los mandamases del mundo occidental temieron, durante muchas horas que sumaban algunos días, que el sistema financiero occidental ("no exagero un ápice", me decía Mirma cuando detectaba en mi mirada la sospecha de que se hubiera pasado un poquito con el ron despues de comer) estaba a un pelo de irse por el desagüe literalmente; que la economía simbólica de las apariencias y las anotaciones en cuenta, la de la banca privada y las tarjetas de plástico, reventó como un cohete en el cielo, y que seguidamente se instauraría un nuevo tiempo de pies en la tierra, de trabajo visible y directo con resultado proporcional; de cantidades reales y de rendimientos comprensibles...

Reinó la consigna de no adelantar que la economía del trueque y del comercio sobre bienes palpables acechaba el sistema de vida occidental. Tan así estuvo la cosa, al parecer, tan así.

Y muchos de nosotros pensando que la situación destrozaba los ahorros y las esperanzas de quienes tenían su pasta en los bancos afectados, pero que al resto de los mortales nos pillaba un poco lejos.

Pues no, fíjense. Mirma, despues de comerse otro croissant con Cola Cao en mi cocina, acabó diciendo: "Te vas a descojonar, pero en un determinado momento, sentado en mi despacho en Bruselas, tuve una visión de un mundo como el de MadMax, en el que los ciudadanos en Occidente tendrían que luchar físicamente por la gasolina...".

Mientras, por mi parte, otro croissant dejaba de existir, me reí un poco. Pero por dentro pensaba, "no me voy a descojonar: me acabo de acojonar, que no es lo mismo".

Y hasta hoy. Suerte a todos.